Resumen:
Este artículo presenta un trabajo de análisis del discurso desde la perspectiva de Michel Pêcheux como herramienta teórico-metodológica para pensar los encuentros y desencuentros entre dos campos disciplinares: la salud mental y la educación. Analizamos entrevistas grupales como parte del trabajo de campo de la investigación del PID 3173 Intervenciones Pedagógicas y Salud Mental en Educación Secundaria: Interdisciplina y Proceso Grupal, en diálogo con el autor francés. Recuperamos la noción de formaciones discursivas y de interdiscurso para analizar el discurso normalista que subyace en las articulaciones y debates entre educación y salud mental.
Palabras clave: salud mental - educación - campos discursivos - formaciones discursivas.
Abstract:
This article presents a discourse analysis work from the perspective of Michel Pêcheux as a theoretical-methodological tool to think about the encounters and disagreements between two disciplinary fields: mental health and education. We analyzed group interviews as part of the fieldwork of the IDP 3173 research Pedagogical Interventions and Mental Health in Secondary Education: Interdisciplinary and Group Process, in dialogue with the French author. We recovered the notion of discursive and interdiscourse formations to analyze the normalist discourse that underlies the articulations and debates between education and mental health.
Keywords: mental health - education - discursive fields - discursive formations.
Examinamos las tensiones, encuentros y desencuentros entre salud mental y educación, a propósito de las experiencias de profesionales de ambos campos en el ámbito escuelas secundarias de la Provincia de Entre Ríos. Las partes implicadas en esta articulación se encuentran en lugares altamente conflictivos. Cada una con sus características propias pero todas mediadas por la fragilidad en la que el sistema capitalista nos ubica.
En efecto, vivimos en una sociedad que se encuentra atravesada por la lógica del mercado, la especulación y el individualismo. Una sociedad que genera exclusión, pobreza, desigualdad y fragmentación, entre otras problemáticas. Nuestro país transita una de las crisis económicas más grandes de la historia y cada uno/a de nosotros/as nos vemos interpelados/as y atravesados/as por ella.
En ese contexto, además, la precariedad laboral a la que asisten tanto docentes como especialistas modifica, trastoca y opera como un factor más que complejiza y obtura las prácticas conjuntas. Estas condiciones inciden directamente en los modos de planificar o pensar una práctica interdisciplinaria. Ese proceso de deterioro repercute en los sujetos y en su modo de ser y estar en el mundo, dejando huellas y marcas, produciendo no sólo infancias fragmentadas sino también adulteces fragmentadas.
A los fines de especificar qué posiciones enunciativas e ideológicas se ponen de manifiesto en esta articulación entre los campos disciplinares salud mental y educación, retomamos la perspectiva del análisis del discurso de Michel Pêcheux como herramienta teórico-metodológica. En este análisis buscamos reflexionar sobre aquellos espacios en los que se producen desencuentros, pero también muchas experiencias gratificantes no sólo para ambos campos disciplinares sino, principalmente, para aquellas subjetividades que se ponen en juego.
Es preciso aclarar que Pêcheux recupera de Althusser (1988) el concepto de ideología, entendida como la representación de la relación imaginaria entre los individuos y sus condiciones reales de existencia, y sostiene que retoma del materialismo histórico la relación de la superestructura ideológica con el modo de producción dominante en una formación social determinada. En esta línea, señala que las posiciones políticas e ideológicas no son cuestiones individuales, sino que responden a formaciones ideológicas que mantienen entre sí, relaciones antagónicas, de alianzas o de dominación. Hay una relación entre formación ideológica y formación discursiva: La formación discursiva es el dominio que fija las reglas de aquello que puede ser dicho o no dicho en una formación social concreta.
Dicho de otra manera, la especie discursiva pertenece, según nosotros, al género ideológico, lo que vuelve a afirmar que las formaciones ideológicas de las que acabamos de hablar «contienen necesariamente como uno de sus componentes una o más formaciones discursivas interligadas que determinan lo que puede y debe ser dicho (articulado bajo la forma de una arenga, de un discurso, de un panfleto, de un informe, de un programa, etc.) a partir de una posición dada en una coyuntura», dicho de otra manera, en una cierta relación de puestos en el interior de un instrumento ideológico e inscrito en una relación de clases. Diremos a partir de ahora que toda formación discursiva depende de condiciones de producción específicas, que se pueden identificar a partir de lo que acabamos de designar. (Pêcheux, 1978: 233-234)
Pêcheux (1978) sostiene que si la ideología tiene algún tipo de materialidad, se produce en el discurso. Lo discursivo, entonces, forma parte de lo que denomina materialidad ideológica, pero advierte que esta interpretación de lo ideológico no se da en un plano idealista de la ideología como esfera de las ideas o como falsa conciencia, sino como un aspecto material de la misma. Las formaciones discursivas son un componente de las formaciones ideológicas y conforman la matriz donde se produce el sentido. Por lo tanto, los procesos discursivos no se originan en el sujeto, pero necesitan de él. En función de esto, las palabras que forman el sistema de la lengua cambian de valor según en qué formación discursiva se encuentren.
La noción de formaciones discursivas nos habilita a reflexionar en torno al intercambio entre salud mental y escuela en términos de un proceso de interpelación ideológica. Desde este punto de vista, puede interpretarse que las coincidencias o diferencias entre los protagonistas de la escena escolar son producto de un posicionamiento determinado en una formación discursiva –social– y no meramente una decisión personal –individual–. En este sentido, el autor nos permite analizar las posiciones enunciativas de los actores sociales dentro de las formaciones discursivas en las que se inscriben.
Se pueden distinguir dos momentos en la teoría propuesta por el filósofo francés. A los fines de nuestro estudio, nos detendremos en el segundo momento de su teoría donde formula la noción de interdiscurso entendido como «el exterior específico de un proceso discursivo dado, es decir, los procesos que intervienen en la constitución y en la organización de este último» (Pêcheux, 1978: 251).
En otras palabras, el interdiscurso permite que ingrese al discurso todo lo que se ha dicho previamente acerca de este, y con un efecto de transparencia en el que el sujeto cree ser dueño de su propio discurso. Es en este proceso donde se manifiesta la ideología que interpela al individuo y lo constituye. Siguiendo a Ledesma (2019), cuando el sujeto que habla selecciona determinadas palabras y no otras, se posiciona y toma algo de lo que todos hablan, pero ese todos corresponde a su formación discursiva. El modo de posicionarse y de apropiarse de eso sobre lo que todos hablan es lo que Pêcheux denomina lo preconstruido. Para nuestro análisis, resulta necesaria una elucidación de lo preconstruido de estas formaciones ideológicas y sus formaciones discursivas.
Nos interesa pensar en cuáles serían los discursos preconstruidos que forman parte de la memoria discursiva y que pueden ser rastreados como parte de este diálogo entre discursos –entre escuela y salud mental– para pensar sobre las posiciones ideológicas que se ponen en juego entre estos actores a la hora de entablar una relación interinstitucional. Al analizar las experiencias de los trabajadores y profesionales de la salud mental que trabajan con el dispositivo escolar, surge un primer preconstruido: la configuración de la escuela bajo el discurso normalizador.
Cuando uno está convocado a hacer un acompañamiento terapéutico, está convocado a normalizar. Algo que, epistemológicamente y desde nuestros orígenes, no tiene que ver con nosotros, sino todo lo contrario. Hay que hacer una lectura crítica y saber de qué va la escuela. Pensamos mucho en la salud mental y sus instituciones, pero no pensamos las escuelas. (Focus Group N°2, 2019: 13)
En este marco de reproducción de las condiciones de producción a las que hacíamos referencia al principio, en el intercambio entre escuela y salud mental –en general– surge la cuestión en torno a el/la chico/a problema; tal es el modo de hablar sobre los y las jóvenes y niños/as que demandan la intervención de dispositivos de salud mental en las escuelas secundarias. Es necesario reflexionar sobre lo que subyace bajo el llamado de intervención que hace la escuela. En este sentido, cabe preguntarse si toda solicitud de la escuela es un llamado a normalizar y qué tipo de respuesta se ofrece ante un pedido de acción concreto. En otras palabras, si toda respuesta del campo de salud mental es siempre subjetivante, no normalizadora.
En efecto, el discurso normalista, difícil de horadar, constituye uno de los discursos pedagógicos más influyentes dentro del espacio educativo cultural. Esto ha sido señalado desde muchos lugares. En términos de Althusser (1988), la escuela constituye un Aparato Ideológico de Estado que reproduce las relaciones de producción dominantes; desde este punto de vista, cuando la escuela convoca al campo de la salud mental lo hace para solucionar el problema, ordenar el caos, actuar sobre la anomalía, es decir, opera como normalizadora sin plantear dudas o interrogantes ante la situación específica dada.
Desde otra perspectiva, pero en el mismo sentido crítico, no podemos dejar de mencionar a Foucault (2002) y su análisis sobre el ejercicio del poder que los dispositivos de vigilancia ejercieron en los cuerpos; dispositivos que conformaron una microfísica del poder y que tuvieron como principales exponentes a la escuela, al hospital y a la cárcel.
Y desde el propio campo pedagógico, Adriana Puiggrós (1996) examina críticamente el normalismo, particularmente en Argentina. Sostiene que los positivistas elaboraron estrategias normalizadoras cuyo pilar fundamental fue la disciplina y el control. Dice la autora: «El positivismo pedagógico elaboró modelos dirigidos a ordenar, reprimir, expulsar o promover en la escuela sistemáticamente a la población, alcanzando la mayor correlación posible entre raza, sector social y educación proporcionada por el Estado» (Puiggrós, 1996: 70).
La corriente normalizadora supo construir su identidad alrededor de la antinomia civilización/barbarie y de las nociones que organizaban su práctica: el método, la organización escolar, la planificación, la evaluación y la disciplina.
La demanda escolar de una participación específica de los dispositivos de salud, pone de manifiesto la necesidad y la urgencia de una respuesta. Muchas veces, efectivamente, esta demanda suele adoptar la forma de demanda receta o de un protocolo de actuación ante una situación donde el orden y la normalidad se ven perturbados. Por consiguiente, todo llamado a intervenir, suele ser interpretado como un llamado a normalizar.
Los rasgos característicos de las denominadas sociedades disciplinarias se evidencian aún hoy en la escuela del siglo xxi, pero se mezclan y entrecruzan con otras corrientes de pensamiento tales como la pedagogía de la liberación, el psicoanálisis y la perspectiva de derechos e inclusión. La crítica al normalismo es un ejemplo de esta heterogeneidad dentro del propio campo educativo: hay al menos dos formaciones discursivas en la disputa ideológica por el sentido de lo escolar. En su formación académica los y las docentes adquieren muchas herramientas del campo de la psicología que les permiten abordar el proceso de enseñanza/aprendizaje bajo perspectivas más inclusivas y cuidadosas del proceso de subjetivación lo que, al menos, da cuenta de un debate entre posiciones en el interior del campo.
Sin embargo, advertimos que la posición discursiva desde la que se apoyan los actores institucionales del campo de la salud mental les impide ver esta transformación significativa y que, si bien muchos rasgos de la misma aún están presentes, la escuela ya no es aquella institución del siglo xix que formaba maestros normales, ni es homogénea.
Pero avancemos en el análisis de las formaciones discursivas sobre el preconstruido la escuela como dispositivo normalizador. Es importante traer aquí el aporte de Georges Canguilhem (1971) quien, en la década del 40, advertía sobre los conceptos de normal y anormal; norma y normalismo. El autor sostiene que el par hospital-escuela supo soldar en el imaginario social y colectivo, el término normal para referirse tanto al niño/a-alumno/a modelo como al estado de salud orgánica. De esta manera, unificó lo normal con lo sano y lo anormal con lo enfermo.
Podríamos decir de los dos conceptos –el de Norma y el de Normal– que el primero es escolástico mientras el segundo es cósmico o popular. Es posible que lo normal sea una categoría del juicio popular porque su situación social es vivamente, aunque de un modo confuso, sentida por el pueblo como no siendo recta. Pero el propio término normal pasó a la lengua popular y se naturalizó en ella a partir de los vocabularios específicos de dos instituciones, la institución pedagógica y la institución sanitaria, cuyas reformas –al menos cuanto toca a Francia– coincidieron bajo el efecto de una misma causa: la Revolución Francesa. Normal es el término mediante el cual el siglo xix va a designar el prototipo escolar y el estado de salud orgánica. (Canguilhem, 1971: 185)
Desde su punto de vista, es el dispositivo sanitario y la perspectiva epistémica de la medicina –en especial la psiquiatría– quienes han construido el llamado discurso normalizador que la educación comparte. Ambas, la institución sanitaria y la institución pedagógica, dice el autor, comparten esta característica función social. Daniel Korinfeld advierte cómo este papel del campo de la salud mental sigue vigente en lo que él denomina procesos de etiquetamiento y patologización de niños.
(…) el par hospital-escuela designó, a través del término normal, tanto el prototipo escolar como el estado de salud orgánica, confluencia que creó al niño/alumno normal y soldó lo normal con lo sano, lo anormal con lo enfermo, cosa que fue convalidado en una función de vigilancia de los preceptos de la higiene y que tiene sus continuidades en la actualidad. (Korinfeld, 2013: 107)
Del mismo modo, desde los estudios que plantean la producción social de la discapacidad, por su parte, se viene señalando al discurso sanitario, incluido el de la salud mental, como referente paradigmático de la ideología de la normalidad (Rosato et al., 2009) en consonancia con la medicalización de la que hablaba Foucault (1999).
La ideología de la normalidad opera sustentada en la lógica binaria de pares contrapuestos, proponiendo una identidad deseable para cada caso y oponiendo su par por defecto, lo indeseable, lo que no es ni debe ser. El otro de la oposición binaria no existe nunca fuera del primer término sino dentro de él; es su imagen velada, su expresión negativa, siendo siempre necesaria la corrección normalizadora. (Rosato et al., 2009: 96)
Retomando el análisis del focus group, los y las profesionales de salud mental coinciden en definir que el sintagma el/la chico/a problema, sintetiza lo que ellos identifican como la demanda de los ámbitos escolares, es decir, el/la agente problemático del sistema educativo. Este concepto resulta de interés para nuestro análisis porque funciona como un ejemplo, un indicio de la formación discursiva en la que se posicionan y a partir de la cual muchas veces intervienen.
En el momento que llega el papelito diciendo qué es lo que se quiere o a quien manda, nosotros ya tenemos otra lectura, otra forma de hablar de esa persona. Viene el chico problema: No se sienta en clase, etc. Nosotros no hablamos de eso, nos sentamos con el equipo a ver en qué lo podemos ayudar. La demanda puede llegar de una manera y los recursos que tenemos son otros. No es que te vamos a solucionar el tema del chico problema, vamos a ir a observar la clase y terminamos haciendo un taller de juegos. No es lo que querían, pero vamos a estar todos mejor. (Focus Group N°2, 2019: 4-5)
Retomando entonces a Pêcheux, podemos aventurar que el discurso normalizador funciona como uno de los grandes preconstruidos sobre los que se apoya el campo discursivo de la salud mental. En sus enunciados, los profesionales del campo psi parecen no advertir desde qué formación discursiva se posicionan y parecieran olvidar su propia configuración dentro del discurso higienista y normalista.
Interesa destacar que, desde esta perspectiva, lo que parece un desencuentro entre una perspectiva normalizadora (la demanda del sector educativo) y una anti-normalizadora (la lectura de los profesionales de la salud mental de dicha demanda), se ordena en una doble invisibilización, por un lado de la persistencia de matrices normalizadoras e incluso punitivistas dentro del campo de la salud mental y el avance de la crítica al normalismo, a la normalidad de la mano de la introducción de discursos sobre la subjetividad en el campo educativo.
Asimismo, vale señalar que dentro de ambos campos coexisten formaciones discursivas que se plantean en confrontación con modos instituidos de saber y de prácticas que podemos identificar provisoriamente con lo que llamamos –más genéricamente– preconstruido normalizador.
En los discursos analizados surge la noción de sujeto desde la perspectiva de derechos e inclusión social, en la que nos apoyamos, en contraposición al discurso patologizador y punitivo. Este enfoque de derechos implica una mirada más amplia de los Derechos Humanos donde el sujeto es pensado también en términos de inclusión e integración.
Esto se vincula con la nueva Ley de Salud Mental N° 26657 que establece un marco de protección y cuidado de la salud mental de todas las personas, basada en los Derechos Humanos, y es en este sentido en el que se inscriben las intervenciones de los dispositivos de salud mental.
Ahora bien, he aquí una paradoja –ley de Salud Mental mediante–, la demanda de intervención por parte de la escuela responde en muchos casos al cumplimiento de alguna medida judicial y, en su mayoría, a la necesidad de resolver un problema concreto acudiendo a los especialistas. A su vez, en muchos casos, se puede observar por parte del dispositivo escolar, una perspectiva reduccionista que contrasta con este enfoque de derechos e inclusión.
Sin embargo, este ejercicio de visibilizar los discursivos, las posiciones enunciativas y sus matrices preconstruidas, deja ver aspectos que pueden pasar ocultos o desapercibidos, como la solicitud de herramientas para poder pensar aportando otra/s mirada/s.
Cuando la escuela demanda una intervención del equipo de salud –o un profesional– lo hace para resolver un problema que la excede. El pedido, cargado muchas veces de la ansiedad que genera una situación conflictiva, exige una respuesta inmediata a modo de receta o de protocolo de acción, un manual de usuario que garantice y anticipe los modos en que se va a comportar el chico/a problema. Ahora bien, dicha demanda puede leerse también como una muestra de la fragilidad que presenta la escuela y la comunidad educativa ante las diversas situaciones y conflictos que atraviesan los y las adolescentes. Sin embargo, también surge la búsqueda de otras herramientas que permitan pensar otros modos de intervenir, desplazando al discurso patologizador y punitivo para ofrecer otra mirada, otra posibilidad.
Muchas veces, los casos que se presentan a los dispositivos de salud mental responden a una imposibilidad de los adultos o la institución escolar de hacer algo con el/la adolescente, y no necesariamente a alguna problemática por la que esté transitando. En las experiencias analizadas, esta búsqueda de herramientas y el pedido de enseñar a pensar es posible en aquellas escuelas donde existe un vínculo anterior con los equipos de salud y puede darse esa instancia de conversación, ya que directivos y docentes se sienten habilitados a pedir acompañamiento terapéutico desde otro lugar.
La gran mayoría vienen centrados en ese o esa joven que tiene alguna dificultad y que ellos por alguna razón, ubican que debería hacerse una consulta. Pero también en otros casos, ha sido un pedido más institucional de ayúdennos a pensar qué hacer, han sido menos casos, pero sí. Aparece más con algunas escuelas o algunos referentes institucionales con los que hemos podido establecer algún diálogo o se ha trabajado en alguna oportunidad, y que ellos saben que pueden contar con esa instancia de conversación, de poder acompañar a pensar algunas cosas. (Focus Group N°2, 2019: 9)
No obstante, esto no implica que la demanda de herramientas afines a la posibilidad de reflexionar, de pensar al sujeto en una trama vincular que lo incluya y lo transforme, sea propia de aquellas instituciones donde exista una relación previa.
Este tipo de encuentros en clave de entendimiento nos permiten inferir que, cuando algo de esa traducción entre núcleos conceptuales y significados de ambos campos han sido esclarecidos, se configura un espacio donde convergen prácticas, herramientas y discursos. En otras palabras, se produce efectivamente la interdisciplina.
Desde estas configuraciones discursivas preconstruidas, en las entrevistas realizadas, encontramos que, por un lado, los profesionales de salud mental señalan que la escuela demanda una receta, un protocolo de detección de casos a los equipos de salud y exige una guía de cómo se debe actuar ante determinadas situaciones. Por otro lado, desde el campo escolar, también se producen cuestionamientos al momento de demandar una intervención del equipo de salud mental donde, entre las problemáticas recurrentes, se menciona la falta de respuestas o la ausencia de eficacia en las propuestas de los profesionales del campo del psicoanálisis. Pero entonces, examinemos con las categorías de Pêcheux esta relación entre la demanda y respuesta, haciendo el ejercicio de rodearla, evaluarla, interpretarla, es decir, de realizar una lectura situada de la realidad. No toda demanda de intervención es un pedido de medicalización, ni toda demanda es depositación. Vasen (2012) advierte que un diagnóstico puede operar como una clasificación que encasilla y estereotipa subjetividades.
Entonces la sensibilidad se abomba y ya no pensamos en qué le pasa a un niño sino en qué tiene, no pensamos en un quién sino en un qué. Esta desensibilización lleva a etiquetar y hallar siglas que son pobres nombres para problemas de época que estallan en las aulas y los hogares. Siglas que nombran síndromes que se desentienden de los nuevos rasgos de los niños de hoy, de lo movedizo del piso en que pretenden afirmarse padres y maestros, de los cambios en la cultura, la temporalidad, de los encantos del consumo y la desorientación de las escuelas. (Vasen, 2012: 152)
La respuesta de los profesionales de salud mental no siempre calma la ansiedad de la pronta cura, sino que lejos de ser una fórmula a aplicar, tiene características muy diferentes. Estos coinciden en afirmar que muchas veces, trabajan con las herramientas y recursos que le son propios a la escuela. La intervención propiamente dicha, devela aquello que ya estaba ahí y que la institución escolar no puede visibilizar. Si bien la escuela aparece como la institución que se resiste, lo cierto es que también logra una especie de liberación en el momento en que puede depositar en la salud aquello que la desborda. El recurso que posee la escuela es el vínculo, el contacto cotidiano con los/las chicos/as, la primera observación, el afecto, que puede convertirse en un elemento clave al intervenir en una situación concreta.
El recurso que tienen, y que nos llevan ventaja, es que están en contacto cotidiano con los chicos. El equipo de infancia, el centro de salud ve que el otro tiene la herramienta, la primera observación, el contacto, el afecto. Nosotros venimos de afuera, no conocemos la escuela y demás. (Focus Group N° 2, 2019: 7)
La puesta en valor del vínculo propio que nace de la escuela, de la cotidianidad, de habitar sus espacios, es un tópico interesante al momento de pensar en las problemáticas puntuales que viven las/los adolescentes y los modos de atravesarlas desde el establecimiento educativo.
Aquí se advierte una posición subjetiva diferente, opuesta a la del preconstruido sobre la normalización, es decir, desde el discurso de la salud mental se visualiza este aspecto positivo relevante y decisivo para las intervenciones.
En las entrevistas realizadas, los psicólogos y psicopedagogos que trabajan en o con escuelas secundarias, emerge la figura del adulto significativo. Este concepto aparece de manera recurrente en las enunciaciones de los profesionales como la imagen necesaria para poder articular las distintas intervenciones con los/las niños/as y adolescentes en relación a la necesidad de hacerse cargo, de asumir responsabilidades en situaciones problemáticas determinadas.
La problemática es poder pensar y mirar de otra manera para institucionalizar el problema y hacernos cargo todos los adultos de las cuestiones que les pasan a los niños, a los jóvenes y a los adultos, y cuando nos llaman: «vengan a hacer un taller con los estudiantes, vengan a hablar con los chicos» lo primero, sea hablar con el equipo de conducción, primero vamos a hablar con el referente, las asesoras, las tutoras. El problema acá es que primero hay que trabajar con los adultos que son los responsables y los referentes. Lo exitoso es poder charlar con estos adultos y darse cuenta de que, en realidad, es algo que debe pensarse desde un proyecto institucional, que sea a lo largo del tiempo. (Focus Group N°2, 2019: 7)
En este sentido, la figura del adulto responsable surge por oposición a pensar que sólo el/la niño/a y la terapia deben modificar algo. De esta manera, se intenta despatologizar al/a la chico/a, ubicando a la escuela (directivos y docentes) y a la familia como personajes que adquieren relevancia en determinado contexto.
Ahora bien, no pretendemos idealizar al adulto como garante de todas las situaciones que se pueden presentar. Por el contrario, intentamos pensar el lugar que ocupa como mediador del entramado sociocultural que atraviesan las infancias y adolescencias. Y es en ese rol donde deben responsabilizarse del lugar que ocupan. Zelmanovich (2003) reflexiona al respecto:
Esta perspectiva, nos lleva a la necesidad de poner siempre por delante la vulnerabilidad del niño, entendiendo que no es equiparable a la del adulto. Pensar esta condición particular de vulnerabilidad en la infancia es reconocer que el aparato psíquico del sujeto infantil está en constitución. Que requiere de ciertas condiciones para poder poner la realidad en sus propios términos, para poder arreglárselas con ella, para poder soportarla. (Zelmanovich, 2003: 3-4)
A partir del análisis realizado, podemos aventurar que lo que aparece como un desencuentro entre una perspectiva subjetivante y una normalizadora, o en términos de Pêcheux, entre formaciones ideológicas y formaciones discursivas opuestas, emerge el preconstruido normalizador como el elemento que opera en una doble invisibilización: que en ambos campos disciplinares –salud mental y educación– persisten matrices normalizadoras. En esta línea, deducimos que la interdisciplina se produce efectivamente cuando se da esa traducción en la relación entre ambos campos discursivos y disciplinares en clave de acuerdo.
De esta manera, parte de la eficacia o del éxito en la articulación entre escuela y salud mental en situaciones concretas, dependerá de lo que los adultos en escena puedan realizar, esto es, transformarse ambos dispositivos en adultos corresponsables respecto de las infancias y adolescencias.
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